sábado, 7 de abril de 2007

Mientras intentaba resistirse a la fuerza que desde atrás de su cabeza la mantenía oprimida y forzándola a caer en la desesperante situación de sentir el contacto de la casi totalidad de rostro con la almohada, y casi al borde de la asfixia, su mente solo podia proyectar una y otra vez torpes caracterizaciones de turbios recuerdos de su niñez en un sentir de ensueño pesado, incómodo y desconcertante. En una cadencia terrorífica, que hubiera resultado hipnotizante para cualquier tercero espectador, una tras otra caían pesadas gotas de sudor sobre sus rojas y calientes orejas, que se encontraban asi por los golpes que había recibido instantes previos a ambos lados de su cara, mientras en un intento de seco llanto impotente e imposible, el párpado que quedaba al descubierto de su cara se abría y cerraba con tembloroso ritmo, húmedo y pálido, en un concierto de movimientos que hubiese recordado sin dificultades al espectáculo que representa la agonía de un vulgar insecto sobre un cristal.
Ajeno a cualquier intento de resistencia, en un vaivén rudo y veloz, su cuerpo se estremecía en cada violento movimiento de la cruda secuencia impuesta por esa fuerza que pesaba sobre su espalda, y una voz musical con ecos de tambor de guerra comenzó a envolver el resto del acto en su totalidad como si el cielo cayera sobre los dos seres y haciéndose presente en forma de un cruel monólogo que solo ella pudo escuchar.
Con sus frágiles manos arrugó la almohada. En ese momento, cuando recibió el peso del otro cuerpo cayendo plenamente sobre su femenina existencia solo pudo gritar. Sus piernas serpenteaban cuando consiguió llevar su cabeza hacia atrás alejándola de la almohada para emitir el estertoroso sonido desde su garganta, rápidamente extinto y de tal intensidad que a esas horas de la noche hubiese bastado para ser escuchado por cualquiera que pasase caminando por la vereda del lugar, incluso por Clodoveo, quién no hubiese vacilado en comparar aquel timbre de voz femenino, espejo del dolor, resignación, vergüenza e impotencia de Azucena, o quizás de otras sensaciones de las que solo ella podría dar testimonio, con el de un animal siendo sacrificado. Pero dentro de la habitación, el responsable de que ese grito haya tenido lugar no hubiese estado de acuerdo con su vecino sobre las características de ese sonido que le pareció más bien ser el corriente gemido que creía se puede esperar de una mujer en esos momentos, más cuando el último y más violento embate que descargó junto con el peso de su cuerpo sobre la mujer, es continuado por un retroceso inmediato de su enorme y propia humanidad aún más brusco y potente que el precedente, impulsado por si mismo, con sus manos apoyadas en los brazos de ella, que se encontraban en ese instante separados hacia ambos lados de la cama, quedando luego un solo cuerpo yacente, libre ya, sobre las sábanas húmedas.
Azucena hubiese sentido indiferente la brisa suave que luego de dibujarse en las ligeras cortinas al atravesar la ventana recorría su espalda constantemente, si ésta no le hubiese provocado al contacto el frío suficiente como para que, sin conseguir su cometido, intentase girar su cuerpo de un lado a otro de la cama, alcanzando esto solamente para que se avistase sobre el relieve de la piel de la mujer una serie de movimientos irregulares y superficiales causados por la contracción irregular de los músculos subyacentes, apretando luego los dientes dejando los labios entreabiertos. Con ojos perezosos miró hacia la luz que por la abertura de la puerta llegaba desde el pasillo interrumpiendo abrupta y filosamente la penumbra reinante en el resto del lugar, produciendo esto un contraste espeluznante que sirvió de fondo para que ella observase la silueta del hombre saliendo del cuarto.

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