sábado, 14 de abril de 2007

Clodoveo Bover no estaba en su mejor momento. Luego de pedirle a Barcelona que apagase su cigarrillo y se retire, le pidió perdón por el exabrupto explicando a continuación que estaba pasando momentos de mucha incertidumbre, angustia, asombro e inseguridad. También relató a su amigo una serie de experiencias vividas en los últimos tiempos donde expuso reacciones que el mismo había tenido frente a diversas situaciones en las que tuvo que intercambiar opiniones con seres queridos. El pequeño teatro que administraba estaba viviendo serios problemas que no escapaban a ser evocados por boca de cualquier morador del barrio en que estaba situado aquél, que estuviese comprometido o minimamente interesado en cuestiones que hacen a la cultura de una ciudad.
La calumnia pesaba sobre sus espaldas. El resentimiento de diversos artistas, intelectuales, docentes y funcionarios municipales, que directamente estaban siendo perjudicados por las malas decisiones tomadas por Clodoveo, en los momentos en que no supo poner frenos a su ambición, o quizás por no controlar la locura socialmente consentida de dar el apoyo de la institución, cuyo nombre puso al frente, a espectáculos poco redituables, invitaciones a personalidades cuya sola presencia en la ciudad representaba más compromiso que provecho, en términos económicos al menos. La gente que se sintió fuertemente perjudicada y aún más la que se pudo evidenciar lo había sido, necesitaba un nombre, un responsable, y no todo el círculo de gente que estaba detrás del funcionamiento del teatro. Debido al fuerte caracter y gran determinación del director del teatro, muchos sabían que no iba a ser difícil encontrar un eslabón débil por donde empezar a roer en esa cadena de variadas tareas que sostenía por detrás al por todos conocido recinto cultural. Hugo Cortés, ex-encargado de mantenimiento del lugar, había resultado perjudicado por impericia de Clodoveo en el momento de llevar a cabo el papeleo necesario para que el viejo conserje tuviera la jubilación que se merecía, o al menos una que le resultase satisfactoria.
Por otro lado, el intendente Luis Alberto Bollea, necesitaba presurosamente instalar una estación de servicio en la esquina sobre la que se erigía el edificio en cuestión, debido a conflictos que tuvo con un empresario local emergentes de su mafioso modo de proceder (esto era sabido por todas las personas), y para lo cual resultaba imprescindible una excusa para demoler la vieja construcción teatral. Si bien desde el momento en que se hizo presente la idea de reemplazar el lugar, los consejeros, asesores y otros allegados de Bollea le pusieron en claro que los ciudadanos no permitirían tal ataque al patrimonio barrial, el valor del teatro Alverti se medía más en lo sentimental y cultural que en lo que se refiere al patrimonio arquitectónico de la ciudad.
Frente a todos estos conflictos se encontraba Clodoveo en este momento de su vida, aunque parecían preocuparle más los relacionados con su vida íntima.
Barcelona, quién permanecía sentado en el sillón al lado de la ventana opuesta a la puerta, sabía todo esto, y no hacía tanto escándalo ante los esporádicos malos tratos rápidamente excusados de su anfitrión, quizás esto por conocer mucho sobre la esencia de su persona, o quizás sencillamente porque no tenía ganas de formar parte en ninguna gresca con sus amigos desde que habían muerto dos de sus primos en un accidente ocurrido hacía entonces un mes, hecho que apaciguó su forma de ser, naturalmente orientada a entablar brillantes y animadas discusiones.
El joven director del teatro Alverti, se acercó desde debajo de la araña hacia donde estaba sentado su amigo y le palmeó al hombro suave y con cierta inseguridad, se inclinó un poco y miró a través de la ventana que estaba detrás de la silla donde descansaba su invitado, perdió el equilibrio y con un rápido movimiento de su cuerpo evitó caer. Se desplazó un poco hacia atrás y puso sus manos detrás de su cintura mientras se movía rítmicamente hacia adelante y hacia atrás usando sus pies como los arcos de una silla mecedora.
- Siempre lo mismo, creo que escuchaste eso al igual que yo.
Barcelona giró su cabeza por completo y preguntó sorprendido si qué tendría que haber escuchado.
- A esta altura te puedo apostar que fue un gemido de Azucena, la empleada de mi vecino. pero no te culpo por no prestarle mucha atencion, al principio también me parecía que se trataba de un perro un una criatura similar. Mañana o pasado lo vamos a escuchar, es dos o tres veces por semana.
- Hace cuánto que no te cogés una mina? - interrogó el huésped.
- No se que tiene que ver eso con lo que dije.
- Estás diciendo que escuchás gemidos de mujeres ahora, después no se que se viene.
- Qué es el Estado para vos?
- A qué viene?
- Dijiste algo sobre el Estado.
- Me vas a seguir contando sobre tu peor enemigo? Busqué los soldados en mi casa, no hay tales.
- Vas a saber quiénes eran cuando ya no estén más.

2 comentarios:

Luci dijo...

yo tampoco te leí mucho.

Mi blog no es de humor, precisamente.

Pero ya haré uno con un compilado de las cartas que envié a los señores Podeti, Gillespi, Tamara y canciones de ese corte.

No sé si deberías aparecer en mi blog.
¡¡¡te compromete con la peña de los intelectuales!!!


Hay códigos, che.

La Maga dijo...

Che dale, seguilo!!!!! Que va a ser del mundo sin esta fantastica historia?? Eh?